En la primera infancia, el niño carece de la capacidad de regular por sí mismo sus estados emocionales y queda a merced de reacciones emocionales intensas. La regulación afectiva sólo puede tener lugar en el contexto de una relación con otro ser humano.
El contacto físico y emocional —acunar, hablar, abrazar, tranquilizar— permite al niño establecer la calma en situaciones de necesidad e ir aprendiendo a regular por sí mismo sus emociones.
El adulto a cargo de la crianza de un bebé debe poner en juego una capacidad empática que le permita comprender qué es lo que necesita ese niño, que si bien aún no puede expresarse con palabras, sí se comunica a través de gestos, miradas, movimientos, llantos y sonrisas. Las respuestas emocionales del adulto en sintonía con el estado interior del bebé genera primero un estado de corregulación afectiva o regulación diádica que lleva, unos meses más tarde, al logro de la autorregulación afectiva por parte del bebé.
Esto significa, por ejemplo, que si un niño llora sin ser consolado, se encuentra solo en el aprendizaje del paso del malestar a la calma y al bienestar. Ese bebé puede llegar a tener dificultades para autocalmarse no únicamente en sus primeros meses sino a lo largo de todo su desarrollo (Schejtman y Vardy, 2008; Tronick, E, 2008).
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