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Organización de la comunicación preverbal y verbal

En el inicio, la fuente más importante de estímulos para un bebé es el cuerpo de la persona que se ocupa de él. La presencia física, la proximidad cuerpo a cuerpo y el comportamiento interactivo sirven como una función reguladora externa para su organización psíquica y emocional.


Los brazos del adulto, las caricias, son el lugar donde las experiencias sensoriales y los estados internos permiten la construcción de un rudimentario sentido de sí mismo. Durante los primeros meses de vida, tocar y mirar son los modos de comunicación privilegiados entre el bebé y sus cuidadores primarios. La mirada mutua, la progresiva capacidad de prestar atención conjunta a eventos del mundo externo y el juego de expresiones afectivas transmitidas a través del rostro son modos de relacionarse y actúan como precursores de dos aspectos fundamentales del desarrollo infantil: la capacidad para la formación de símbolos (uso del lenguaje) y la capacidad de empatía (capacidad para comprender los estados emocionales del otro). En el intercambio del niño con los cuidadores primarios son importantes: el contacto visual, el diálogo sonoro (el cuidador escucha al niño y le contesta), el diálogo tónico (alternancia de tensión-relajación durante el juego y la alimentación), el sostén físico y el contacto (caricias, manipulación).

La sincronía es un concepto usado a lo largo de múltiples campos, que se refiere a la relación temporal entre eventos y puede ser aplicada al estudio de las interacciones adultos-bebé. En ese sentido, el concepto de sincronía incluye la concurrencia, la secuencia y la organización de las interacciones entre el niño y los adultos. Tanto los cuidadores como el bebé interactúan en forma activa en un marco de involucramiento afectivo que determina un intercambio con mutua reciprocidad. El adulto a cargo del bebé “sincroniza” naturalmente sus comportamientos con los períodos en los que el recién nacido está despierto y puede establecer una relación. El bebé comienza a detectar contingencia entre discretos eventos en el entorno. Mueve sus miembros en coordinación con el habla del adulto y hay secuencias contingentes entre su cuerpo y el comportamiento del otro, aun en bebés prematuros y de bajo peso. La sincronía describe la compleja “danza” que ocurre durante el corto, intenso y juguetón intercambio entre el bebé y los adultos. Esta danza, que se va repitiendo con ritmos particulares para cada niño, permite desarrollar cierta familiaridad con el estilo de comportamiento de ambos y con los ritmos de interacción que se establecen entre ellos. El reconocimiento del bebé de su propio control da lugar a la autonomía. Poco a poco empieza a darse cuenta de que él puede controlar la interacción. Tras una etapa de sincronía, entonces, tiende a interrumpir el diálogo, desviando la mirada hacia otra parte de la habitación o hacia su mano. En este intercambio sincrónico existen momentos de atención y momentos de desatención. La autonomía permite que los sistemas de intercambios sean flexibles y activos. La relación madre-bebé o adulto-bebé está dada naturalmente por encuentros y desencuentros. Estos últimos no son patológicos sino parte constituyente de la relación entre los adultos y el bebé. Son los momentos en que un niño, por ejemplo, deja de interactuar con sus padres y se concentra en sí mismo o en otro estímulo interrumpiendo la comunicación momentáneamente. Es esencial, entonces, la capacidad de reencuentro, es decir, que luego de un desencuentro pueda haber un nuevo encuentro.

Las primeras atenciones dadas al bebé por su cuidador primario y la manera en que este se ocupa del niño durante las primeras horas y los primeros días de vida son esenciales para la aparición y el desarrollo de las vocalizaciones, las expresiones faciales, el despliegue afectivo, la proximidad, el tono del cuerpo, los movimientos y las caricias.

Aunque el niño no hable, comunica y entiende las miradas, las sonrisas y los gestos del adulto que interactúa con él. La comunicación no verbal o preverbal es fundamental en la interacción entre el niño y los adultos. Se trata de gestos y vocalizaciones que pueden durar segundos, que el niño capta y a los que les da significado. Se apropia de ellos como modo de comunicación y va formando representaciones mentales y recuerdos de la experiencia subjetiva de estar con otra persona, precursores necesarios para la organización del lenguaje verbal. A esto se agrega lo que los neurolingüistas llaman la protoconversación: intercambios repetidos del adulto que sincroniza sus gestos y vocalizaciones con las conductas innatas del bebé. De esta manera les da un sentido y los introduce en la lengua “materna” y en la cultura. Sabemos que los bebés tienen un apetito particular por la entonación, los picos prosódicos, los tonos agudos y el timbre de la voz. Y como se trata de un lenguaje universal, tendrá una denominación y una forma propia en cada lengua. En esta temprana interacción, el cuidador primario habla por él y por el bebé. Pregunta y contesta. Brinda un sentido y una entonación particulares, casi como una canción, que es propia de cada relación y cada vínculo. Esto es producto de una relación empática. Transmite placer y sorpresa. Es un juego vocal.


Entre los 3 y los 9 meses, las formas de intercambio varían en relación con la mayor independencia que adquiere el niño. Luego, al desarrollar la motricidad fina, muestra franco interés en los objetos y en su manipulación, y disminuyen las interacciones con la mirada. Hacia la segunda mitad del primer año de vida, los objetos se vuelven el foco del juego entre padres, debido al desarrollo motor que le permite al niño alcanzar los objetos y desarrollar competencias sociales. El triángulo primario —tradicionalmente dado por el grupo madre-padre-niño— es el nicho ecológico para el desarrollo. Entre los 7 y los 9 meses de edad, surgen las interacciones en las que el bebé combina la comunicación sobre objetos y acciones. En este momento el niño da un importante salto. Comienza a darse cuenta de que él y sus padres tienen algo en la mente, ya sea el foco de atención de los padres, por ejemplo en un objeto o evento; o una intención o un sentimiento interno. Estos estados mentales del niño y los adultos pueden ser similares o diferentes, compartidos o no. En las interacciones triádicas (entre el bebé y dos adultos) se manifiesta esta nueva posibilidad de manera no verbal. Un niño de 9 meses, por ejemplo, coordina su atención con su mamá siguiendo la línea de la visión de ella y señalando un objeto. Puede intentar lograr que la atención de su madre se dirija a ese objeto insistiendo o señalando.

Del mismo modo, es muy importante que se compartan sentimientos internos cuando hay intercambios sociales y señales afectivas con ambos adultos, y observar cómo estos realizan un intercambio afectivo entre ellos. El bebé puede mirar a su mamá y a su papá invitándolos a jugar con un juguete y disfrutar juntos. Si la madre o el padre responden, queda confirmado para el bebé que él pudo compartir esa experiencia con ellos. En estas estrategias entran en juego mecanismos emocionales y cognitivos complejos.



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